La Montaña Mágica ( Der Zauberberg)
Editorial Edhasa.
Traducción de Isabel García Andánes 2005.
Thomas
Mann recibió el Premio Nobel de literatura 1929 por su Novela, Los Buddenbrook.
Hace
algunos años pude llegar a la cima de la Montaña Mágica. Por suerte adquirí una
bonita edición de tapa dura roja y a
buen precio, muy bien traducida al español, según los críticos. Una novela del escritor alemán Thomas Mann escrita en 1924 y cuya historia se desarrolla
antes de la Primera Guerra Mundial, entre 1907 y 1914.
Más
que una novela, es una obra de filosofía
de la época, culta y maravillosa que, a
pesar de contar con casi cien años, no
ha perdido su actualidad y relevancia. Deja recuerdos imborrables y nos hace
cambiar nuestra mentalidad acerca de
muchas cosas en la vida. La montaña mágica es también una descripción de la
situación social e intelectual europea, que registra los acontecimientos
filosóficos, sociales y políticos de Europa que provocaron la Primera Guerra
Mundial.
Un
libro gordo de muchas páginas, (exactamente
1051 páginas) que, al igual que El Quijote o la Biblia, descansa en los
anaqueles de muchas bibliotecas
personales, como muestra de cierto
barniz intelectual de sus propietarios, pero pocos lo han leído. Hay que
disponer de mucho tiempo y paciencia para embarcarse en esta empresa de
conquistar la montaña y conocer ese mundo algo oscuro y misterioso de los sanatorios de tuberculosis.
En realidad la novela es lenta y se detiene mucho en reflexiones y comentarios
del autor sobre los más variados temas; hay pocas acciones o dramas. Son más
bien conversaciones entre personas que defienden posiciones encontradas. Una
dialéctica que avanza en el tiempo modificando la conducta de sus personajes.
El
hilo conductor de la novela consiste en
la educación filosófica del protagonista de la novela, Hans Castorp, un
joven alemán de Hamburgo, de 22 años, estudiante de ingeniería y de familia
adinerada, va a visitar a su primo al hospital de tuberculosos de Davos, en
donde su estancia, originariamente planeada para tres semanas, se convierte en
una estadía de siete años.
El joven Castorp pronto comprende que la lógica
que rige en el hospital, situado a 1530 m de altitud, es distinta a la que
gobierna el mundo «de los de abajo» —el mundo de los sanos—.
El hospital de Davos,
reino de la enfermedad y la muerte, pero también de la ociosidad y la
seducción, transforman profundamente al protagonista.
Por tratarse de una obra
ambiciosa y de gran envergadura, que pretende abarcarlo todo, los personajes de
la novela son bastante diversos, de distintos países de Europa y de América y
con distintas profesiones e intereses. Ellos son una representación del mundo
occidental en los albores del siglo XX.
Personajes:
Hans Castorp:
Personaje principal de
la novela, quien a veces narra en primera persona.
Cómodamente y no sin
dignidad llevaba sobre sus hombros esa supuesta cultura superior que la clase
alta, en cuyas manos está la democracia de las ciudades libres, transmite a sus
hijos. Iba acicalado como un bebé y se vestía en el sastre que gozaba de la
confianza de los jóvenes de su clase. Su ropa blanca, esmeradamente marcada, que
contenían los cajones ingleses de su armario, era cuidada con verdadero mimo por
Schallen; incluso cuando Hans Castorp marchó a estudiar fuera, continuó enviándosela
para que la mandase lavar y zurcir (pues siempre decía que, salvo en Hamburgo,
en Alemania no sabían planchar la ropa blanca). Una arruga en el puño de una de sus bonitas camisas de color le
hubiera causado un enorme disgusto. Sus manos, aunque quizá desprovistas de una
forma muy aristocrática, mostraban una piel fresca y cuidada, ornadas con un
anillo de platino y con el sello de su abuelo, y sus dientes, un tanto débiles
y deteriorados en diversos puntos, habían sido reparados con oro.
Joachim Ziemssen.
Un primo, paciente del sanatorio.
Joachim era más ancho y
alto que él; un modelo de fuerza juvenil que parecía hecho para el uniforme.
Era uno de esos tipos muy morenos que su rubia patria también produce no pocas
veces, y su piel, oscura de por sí, había adquirido por el aire y el sol un
color casi roncíneo. Con sus grandes ojos negros y el pequeño bigote sobre unos
labios carnosos y bien perfilados, se hubiera dicho que era realmente guapo de
no tener las orejas de soplillo.
El doctor Krokovski.
Tenía unos treinta y
cinco años; era ancho de espaldas, gordo, mucho más bajo que los dos jóvenes
que se hallaban de pie ante él —con lo cual tenía que echar hacia atrás y
ladear un poco la cabeza para mirarles a los ojos—, y extraordinariamente
pálido, de una palidez hiriente, casi fosforescente, aumentada si cabe por el
oscuro ardor de sus ojos, por el espesor de sus cejas y por una barba bífida
bastante larga en la que ya se veían algunas canas.
El Doctor Behrens.
Director del Sanatorio.
Era un hombre huesudo que
medía unos tres palmos más que el doctor Krokovski; tenía todo el cabello blanco,
la nuca saliente, grandes ojos azules, prominentes y llenos de venitas que le lloraban
constantemente, la nariz respingona y un bigote recortado que estaba torcido porque
también el labio superior lo estaba hacia un lado. Lo que Joachim había dicho de
sus mejillas se confirmaba plenamente: eran azules; también su cabeza parecía
de
un color bastante
fuerte en contraste con la amplia bata blanca de cirujano que llevaba: una
especie de mandil que le llegaba hasta las rodillas y dejaba ver el pantalón de
rayas y un par de pies colosales calzados con zapatos amarillos de cordones,
bastante usados.
El señor Settembrini
Su edad era difícil de
calcular; debía de tener entre treinta y cuarenta años, pues, aunque su aspecto
general daba una impresión de juventud, sus sienes ya estaban surcadas por
hilos plateados y, poco más arriba, el cabello le clareaba visiblemente.
Su frente mostraba
profundas entradas a ambos lados de la fina y pequeña raya del peinado,
pareciendo así mucho más ancha. Vestía un pantalón ancho a cuadros amarillo
claros y una levita que era como una especie de sayal demasiado largo, con dos
hileras de botones y mplias vueltas: muy lejos de ser elegante; además, el
cuello duro, de puntas redondeadas, estaba un poco deshilachado en los bordes
por haber sido lavado demasiadas veces, la corbata negra parecía muy usada, no
llevaba gemelos, según dedujo Hans Castorp por cómo le caían las mangas sobre
las muñecas. Sin embargo, se dio perfecta cuenta de que se hallaba en presencia
de un caballero: la expresión refinada del rostro, la naturalidad, la armonía
de la postura del extranjero no ofrecían lugar a duda al respecto. Con todo,
aquella mezcla de dejadez y encanto, aquellos ojos negros y el poblado y rizado
bigote recordaron a Hans Castorp a unos músicos extranjeros que por Navidad
tocaban por las calles de su ciudad.
Madame Clavdia Chauchat
(La señora Chauchat )
Era
una mujer quien atravesaba la sala, más bien una joven, de mediana estatura, vestida
con un suéter blanco y una falda de color, con el cabello rubio rojizo peinado en
dos trenzas recogidas. Hans Castorp apenas pudo ver nada del perfil de su
rostro.
Andaba
sin hacer ruido, lo cual no dejaba de ser una enorme contradicción frente a su estrepitosa
entrada; se desplazaba con un singular sigilo y con la cabeza un poco inclinada
hacia la última mesa de la izquierda, la que estaba justo en perpendicular a la
galería, la mesa de los rusos distinguidos, y ocultaba una mano en el bolsillo
de su ajustado suéter mientras se
llevaba la otra a la nuca para arreglarse el peinado. Hans Castorp miró esa
mano, pues se fijaba mucho en las manos de la gente y solía observar esa parte
del cuerpo cada vez que le presentaban a alguien. Aquella mano no era una mano
especialmente femenina, una mano bien cuidada y refinada, como las de las mujeres
de la clase social de Hans Castorp. Era una mano bastante ancha, con los dedos
cortos; tenía algo de pueril y primitivo, parecía la mano de una colegiala.
Sus
uñas obviamente no conocían la manicura, estaban cortadas fatal, como las de una
colegiala, y la piel de los bordes parecía un poco encallecida, como si se
diese al pequeño vicio de morderse las uñas.
…tenía
anchos pómulos y ojos pequeños.
La
señorita Engelhart decía:
Sé de buena tinta que
está casada. No hay duda alguna. Si se hace llamar señora no es para gozar de
una consideración mayor, como hacen ciertas señoritas extranjeras cuando
alcanzan la madurez. Todos sabemos positivamente que su marido está en alguna
parte de Rusia.
Un
caballero llamado Naphta,
Era un hombre de baja estatura, delgado, sin
barba y tan sumamente feo que casi dolía mirarle. Los primos no daban crédito a
sus ojos. Todo en él era hiriente: la nariz curva que dominaba su rostro, la
boca, de labios delgados y apretados, las gruesas lentes de sus gafas —de
montura muy ligera, por otra parte— que ocultaban sus ojos de un gris claro;
incluso el silencio que guardaba y del que se podía deducir que también su
palabra sería cortante y certera. No llevaba sombrero, como era costumbre allí
arriba, aunque sí un elegante traje de franela azul marino con rayas blancas
muy bien cortado, discreto pero a la moda,
Era catedrático de
lenguas clásicas en el Fridericianum, enseñaba en los cursos
superiores, explicó
Settembrini, poniendo de relieve, lo más pomposamente posible,
la elevada posición de
su acompañante, como suele hacerse en Italia. El destino de
Naphta era semejante al
suyo. Su estado de salud le había obligado a instalarse en la
alta montaña hacía
cinco años, había tenido que convencerse de que necesitaba permanecer allí una
temporada muy larga y había abandonado su sanatorio para establecerse en una
habitación privada en casa de Lukacek, el sastre modista.
Película :
Un film de Alemania del
Oeste de 1982 dirigida por Hans W. Geissendörfer
Reparto: Werner Eichhorn, Rod
Steiger, Marie-France Pisier, Flavio Bucci.
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